Hay contradicciones que no se dejan esquivar. Una de las de Fidel es el toro.
Horroriza su muerte en la plaza: la espada que corta el silencio, la sangre que tiñe el albero. Y, sin embargo, atrae todo lo que rodea ese momento: el rito, la música, la estética.
En Ronda lo sintió con más claridad. Pasear junto a su plaza fue como estar ante un templo. No hizo falta entrar: el edificio respira historia y contradicción, esa herencia que fascina e incomoda al mismo tiempo.
El toro como imagen de potencia, de mística, no nació allí. Viene de mucho más atrás: de animales similares como los bisontes de Altamira, de los frescos de Cnosos, del mito del Minotauro, de los sacrificios romanos, de los toros de Guisando. Está en Goya, en Lorca, en el lenguaje que repetimos sin pensar.
Quizá la clave esté en mirarlo vivo. En reconocer que la cultura puede celebrarse sin necesidad de sacrificarla. Porque disponer de la vida de cualquier ser vivo ya no nos corresponde. Fidel te comenta en este nuevo Limiar, que el toro que muere, no lo quiere.
Pero el toro que le habita… ese, inevitablemente, forma parte de él.
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