Dicen que con los años uno aprende a distinguir los miedos reales de los imaginarios. Sin embargo, hay terrores que se resisten a jubilarse. Los de plástico, por ejemplo. Como, para mí, esa Nancy patinadora o la Mariquita Pérez que vigilan desde el pasillo con una sonrisa inmóvil, regalos de la madre de Fidel y su hermana a su mujer, fanática de esas muñecas con historia.
Ahí están, con sus melenas perfectas y sus ojos fijos, recordando a Fidel que el miedo puede ser absurdo… pero no por ello menos persistente.
Ha pensado incluso en meterla en una vitrina, como si fuese una versión doméstica de Annabelle.
Al fin y al cabo, ¿qué asusta más? ¿Una muñeca con cara de calma eterna o la sensación de que la vida adulta consiste en aprender a convivir con nuevos temores —las facturas, el tiempo, la rutina— que se parecen demasiado a los antiguos?
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